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sábado, 28 de agosto de 2010

REKASHAISOM


Aquel día viernes, tras una larga fiesta que se prolongó hasta la madrugada, estaba totalmente desvelado, y esperaba llegar de vuelta a Panajachel lo antes posible. Me lavé la cara con agua fría y me sentí aún entre dormido y despierto. Había dormido suficiente después del almuerzo y por eso llegué tarde al muelle de Santiago Atitlán, pensando que a bordo de la lancha podría al fin descansar. Mientras me acercaba, llegaban a la orilla tres cayucos cargados de tejido y pescados con una cuerda de nylon entre la boca y las agallas y parecía un espectáculo para fotografiar.
Un grupo de mujeres tzutuhiles se reunieron a vernos partir, con sus hijos a la espalda, amarrados con perrajes de colores. Serios, pacíficos, inmóviles, el grupo de hombres con la cabeza amarrada con su`ts, también nos miraban, aunque con expresión distinta. No parpadeaban.
No quería dormirme precisamente ahora, entre tan sublime escenario. Intenté abarcar el lago con la mirada para retenerlo en un futuro en que mi alma necesitase de un recuerdo tan maravilloso como aquel. Metí la mano en el agua intentando recordar la agradable sensación del frío y retrasar el sueño. Un tímido rayo de sol escapó momentáneamente de entre las nubes inflamadas, que parecían cerrarse con violencia por el viento que soplaba. El rumor agradable del lago se convertía por momentos en un amenazador e incesante ruido de golpes que chocaban contra la lanchita. Las olas movían el bote con violencia mientras los pasajeros se acomodaban aún en sus puestos para afianzarse entre el vaivén. Algunas mujeres parecían asustadas, y parecían disimular muy bien frente a todos. El conductor subió a bordo con ayuda de una muleta. Tenía una cicatriz desde la frente hasta el pómulo. Era un muchacho moreno con una mirada huraña.
– ¡Suba, que nos vamos! ¡Salimos para Panajachel ya! –gritó con impaciencia a un hombre que dudaba si subir o no, mientras miraba la irregular superficie del lago.
La mujer sentada frente a mí, me sonrió amablemente. Tenía una mirada azul, profunda y graciosa. Llevaba la cabeza cubierta por esos pañuelos de hilo que vendían en todas partes a los turistas y parecía estar tan asustada como yo del movimiento de la barca. Me sonrió de nuevo con embarazo y comprendí que no hablaba español. El viento le desordenaba el cabello todo el tiempo. Se acomodó el pañuelo, apretándolo con temor, mientras respondía las incesantes preguntas de su pequeña hija, que jugaba por cualquier resquicio de la pequeña lancha. La saludé en ingles y entablé conversación con ella, que me agradeció con más sonrisas. Se llamaba Elisa Bonfoid y viajaba con su padre, Francis, su hija Marie y su esposo (un tal Marck, que parecía molesto con todo y llevaba muy ajustado el chaleco salvavidas). Elisa me habló del viaje que habían hecho a Chichicastenango y a Tikál. Le gusto mucho que escribiera en un periódico Español sobre lugares turísticos de Centro América.
– Hey mom, look at me! –Dijo Marie, de pie en el borde de la lancha.
– Be carefull, Marie! –Le advirtió el abuelo.
– Enough baby! Come here. –La llamó Elisa.
Una religiosa que iba a la par de la niña, ayudo a sentarla y la turista le dio las gracias.
– Se puede caer si sigue jugando en la orilla de la lancha. ¿De donde son ustedes? –Le preguntó en un inglés mal pronunciado.
– Somos de Estados Unidos –respondió ella en español.
La niña, Marie, era rubia, y sus preciosos ojos eran los ojos de su madre. Todos los pasajeros la miraban tan encantados, que trató de agradecer el atento auditorio poniéndose en pie y robando al sol un destello dorado que hizo su pelo brillar como el borde en una antorcha encendida. Llevaba un vestido de flores amarillas cuyas puntas movía en un gracioso baile, feliz de concentrar la atención de los pasajeros, que se distraían con alivio del movimiento peligroso del bote.
La madre miraba a lo lejos el muelle de Santiago, y casi escondidas, allá en lo pardo del horizonte, la fila de mujeres tzutuhiles esperaba que terminara de oscurecerse el cielo.
– ¿En cuánto tiempo llegamos abuelita? –Preguntó un niño.
– Espero que pronto. Esta lancha se mueve mucho –respondió la señora de cuerpo abundante.
– ¿Puede el lago voltear la lancha? –preguntó el niño.
– Si la voltea, ya no vamos a llegar a Solola –dijo ella, con naturalidad, asustando a su nieto y provocando la risa general.
– ¿Pero vamos a llegar pronto?
– Sí, ya te lo dije –respondió la señora.
A lo lejos, en la orilla del volcán, las casitas de Santiago se iban difuminando contra las rocas grandes que formaban las montañas y sus tonos terrosos. Quería abarcarlo todo en mi memoria, pero los detalles eran infinitos. Como si fuera a pintar un cuadro, pensé en recordar las montañas que bordeaban el lago, partidas en cuadros de verdes diferentes, el gran volcán Santiaguito, azul contra la tarde manchada de amarillos dulces y verdes difuminados como al pastel, el lago agitado cambiando de luz, la gente del bote hablando en silencio, resueltos por brochazos rápidos. El ruido del moto y la espuma con un hiperrealismo ardoroso.
– Look that, pretty bird! –Señaló la niña.
– Oh, yes, honey! –Dijo Elisa.
– Es el pato Poc –respondió una señora –tienen suerte porque se ha extinguido.
– It’s a duck of Atitlán… ¡Is so funny! –Tradujo la extranjera a su hija.
Un grupo de patos volaba a ras del lago. El sol se hundía por un costado del volcán, cansado, como si se fuera derritiendo en sus lomos. Pensé en los viajes en barco por el Atlántico, que no parecen tener la magia de una lanchita sobre un lago íntimo como el Atitlán.
– ¿Do you know Aldous Huxley? –Preguntó Mark a su esposa.
– Yes. Is an English writer –respondió la mujer, sin mirarle a la cara – why?
– Because he described this lake as the most beautiful place in the world –dijo él. Ella pareció no escucharle.
– Watching the landscape… ¿Don’t you feel the sensation we have lost something here?
– I don’t know, what you mean.
– Don’t you miss something like a bit of heart? –dijo ella.
Al oír aquella conversación personal, sentí una repentina opresión en el pecho, como si hubiese recibido un disparo que me hubiera traspasado. Era imposible no escucharlos hablar y traté de ocuparme en cubrirme de la brisa.
– What do you mean? –Preguntó él.
– Nothing, never mind Mark –concluyó Elisa.
La señora miraba con especial desencanto hacía el lago. Le sonreía a todos cordialmente. Llevaba una vestidura maya bordada a mano, pero sus facciones eran mestizas.
– ¿Parece que se nubló? –dijo.
– Si –le respondí –esta atardeciendo muy de prisa.
– A estas horas nunca es bueno cruzar el lago –me dijo, viéndome acomodar mi mochila para descansar mi cabeza.
– No sé –le respondí –es la primera vez que lo hago.
– Yo no puedo faltar a mi casa –me confió –pero pienso que el lago esta muy revuelto.
– ¿Usted vive en Panajachel? –Pregunté.
– No, yo vivo en Solola.
El pequeño me miraba con curiosidad.
– Éste está asustado por el xocomil –me susurró, señalando con sus ojos al niño.
– He oído muchas historias sobre eso ¿qué es?
– Mire, piensan que es una historia sin fundamento, pero todos los que vivimos por acá, sabemos que es cierto –me dijo con seriedad –muchos pescadores que osaron faenar por la tarde, ya no volvieron; sus mujeres los buscaban por todos lados, pero nada, hasta que descubrieron que era el xocomil, mucha gente se ahogó, por un mal viento que se arremolinaba en medio del lago y se tragaba lo que fuera, desde siempre, muchas mujeres le rezaban a los dueños de las nubes, el cielo y el viento, para que los devolviera, pero debajo del lago, los ahogados y sus espíritus esperan la noche para que no se vean sus sombras al sol, jalando los botes al fondo –me respondió.
– Y... ¿será cierto? –le pregunté con verdadera curiosidad.
– Pregúntele al patojo del bote. Perdió su pierna en la hélice de una lancha y por poco se mata. Eso lo sabe todo el mundo.
El muchacho tenía amputada la pierna a la altura de la rodilla y el pantalón le colgaba del muñón. Se volvió con agilidad, como si supiera que hablábamos de él.
Rodeado completamente de montañas y volcanes, lejos, se veían las hermosas casitas de los residentes. Más arriba, casi sobre las montañas, unas mansiones agarradas entre las rocas, hechas de cristal y madera, donde no se veía a nada más que árboles y flores. Parecía que los que vivían allá llevaban una vida perfecta rodeados para siempre de la belleza natura.
Recordé, como un ensueño, el viaje por los pueblitos alrededor del lago, cuando fui invitado al llegar a Santiago Atitlán por unos colegas periodistas. Sin darme cuenta cerré los ojos y acomodé la cabeza sobre la mochila. Imaginé la celebración. Tendría lugar en la casa de una familia atiteca que se dedicaba al cultivo de café. El motivo fue el cumpleaños de la Señora, que cumplía cien años de edad al otro día. Rememoré aquella conversación como si la estuviera viviendo.
– ¿Cien años? –. Le pregunté al colega.
– Si, no lo dudes, se le ve la experiencia, se ríe de todo.
– ¿Cómo en los tiempos bíblicos? –pregunté intrigado.
– Tendrías una gran historia si te contara su vida.
– Su vida no la podría contar en una tarde, en cambio la formula para vivir tanto si –dije.
Me vi llegando por la mañana y subir una gradas de granito cubiertas de hojas masticadas por los pasos. Las hijas de la señora me recibieron en la puerta. Eran ya unas mujeres maduras y resignadas a no casarse, como me enteré después. Me invitaron a entrar y frente a mí, en la tenue luz de la habitación, una mujer anciana, recostada sobre enormes almohadas de seda, me esperaba. Me contaron que no oía muy bien por causa de un rayo que cayó en su patio. Era amable con los invitados, y parecía que uno de mis compañeros le había anticipado mi visita y me recibió con tanta familiaridad que parecía que me conocía de años. A la primera pregunta que le hice, supe que iba ser interesante, porque me respondió de manera tan lúcida y agradable, que me dejo sin una duda de que era todo un personaje local.
Su esposo había muerto en alta mar. Me contó que luego de haber levantado todo el negocio del café, una tarde se fue sin despedirse y le dejo firmados todos los papeles legales, y una nota de que regresaría en tres años. Nunca regresó. Así que la mujer se había vuelto con los años la mujer más rica del pueblo. Pero lo que más me llamo la atención fue que a sus cien años, tenía buena memoria, contaba chistes, cantaba canciones rancheras y se reía como una pequeña pícara cuando decía malas palabras. Supe que sus padres llegaron de Madrid poco después de la invasión, pero no me dijo en qué fecha, ni me supo decir cuándo había llegado a Atitlán sus ancestros, pero me quedó muy claro que en aquella tierra logró una vida singular. Sus tres hijas se ocupaban de todo en la casa. Eran ellas quienes la vestían y conservaban la tienda y la casa limpia, la cual era grande, con un basto terreno desde donde se podía ver el lago. Los cuartos eran amplios y de sus paredes colgaban fotos de santos y vírgenes.
- ¿Por qué no se han casado sus hijas? –Le pregunté al final.
- Ellas dicen que no, pero… ¡Si usted viera…! Meten a los hombres por debajo de las puertas –no me atreví a preguntarle si aquello era cierto, pues las hijas parecían tolerar las frases de su madre con gracia.
Aquella noche la vistieron con sus mejores ropas y la sentaron en una gran mesa que habían llenado de flores en la sala principal de la casa. Llegaron invitados de muchos lugares. Estaba como una niña feliz, mirando a todos, llena de alegría, y aunque a menudo se le dificultaba el hablar, su expresión lo decía todo. Una sola mujer lideraba la cocina, era una joven morena con unos ojos de egipcia y un escote atrevido; me miró pasar para el fondo de la casa y me dijo con dulzura “joven, allí espantan, tenga cuidado”. Sin embargo caminé hacia el patio abierto de la casa, en cuyo cielo podía ver todas las estrellas boreales. Orión se alzaba construido de luces. (Los mayas creían que cada hombre nace con un nahual, o animal protector. Me habían dicho que mi nahual era la serpiente. Me parecía una creencia similar a la cosmogonía china, en la que mi signo era el dragón, que es también una serpiente con plumas. Así, ensimismado por los vapores del alcohol, empecé a crear vínculos de una civilización a otra, tratando de solucionar las simetrías, aunque al final de la noche me pareció que perdía el tiempo).
Escuche un grito que me despertó al instante. Salí de mi ensueño y pude ver a la hija de la extranjera hundiéndose en el lago. Esto me devolvió a la realidad. La mujer se tiro al lago sin pensarlo. ¡Fue tan inesperado…! ¡Y se podía ver un enorme y sobrecogedor remolino en medio del lago! Todos sentimos temor de inmediato. La sensación de que algo grave iba a suceder me sobrecogió.
– ¡El xocomil! –Gritó la señora a la par mía.
– ¿Puede hacer regresar el bote? –Le pregunté al conductor.
– ¡No puedo acercarme tanto! ¡Podría hundir la lancha! –Me respondió.
La mujer lograba salir y al momento volvía a hundirse. El vestido de flores de la niña, Marie, ya no se veía por ningún lado. Me quite los zapatos y la camisa.
- ¡Si entra al lago ahora ya no podrá regresar! Me agarró la señora.
- ¡Alguien tiene que hacer algo…! ¡La mujer se ahogará!
Me arrojé al lago. Me sumergí en el agua fría y nadé hacia donde había visto a la mujer. Estaba braceando sin apenas fuerzas contra la fortísima corriente y sólo pude ver sus ojos angustiados en un momento que el agua pareció retirarse. Buscaba a su hija a ciegas. Exigiendo un esfuerzo más a mis exhaustos brazos, la agarré y logramos salir a la superficie. Ella me gritó que no regresaría al bote sin su hija.
- ¡El lago es oscuro y tiene muchas corrientes! –Le grité, pero la comprendía demasiado bien y no pude seguir reteniéndola.
Se sumergió de nuevo. Nos habíamos alejado de la lancha. Esperé que volviera a salir del agua para avisarle que estaban llamándonos, pero no volvió a salir. Nadé con dificultad, deseando con todas mis fuerzas que saliera del agua delante de mí. Pero no hubo milagro. La adrenalina me recorría mientras me debatía, si continuar braceando bajo el agua o, acudir a la seguridad del bote mientras aún podía. Las fuerzas decidieron por mí. Desesperado, golpeé las olas inútilmente con mis brazos agarrotados, pensando que iba a morir. Cuando estaba a punto de rendirme, una fuerza tiró de mí hacia arriba. Era el cojo, que, tumbado sobre el bote y a punto de hacerlo zozobrar, había sacado medio cuerpo fuera para asirme. A duras penas logramos subir de nuevo.
– Where is my daughter? –Me gritó Francis, agarrando mi pecho mientras yo aún boqueaba en busca de aire.
– El lago esta furioso. Le respondí en voz baja. No encontré más respuesta que esa.
– Shit! This is terrible! –Gritó Mark, rabioso, golpeando la embarcación con su puño hasta sangrar.
Ambos parecían debatirse entre el miedo y el deseo de arrojarse al mar por ellas, por mucho tiempo que hubiese pasado, pero los tripulantes les agarraron, abrazándose a ellos entre sollozos agitados.
La lancha era como de papel, ante el remolino. Francis y Mark aún esperaban que aparecieran, pero por más que el muchacho alumbrara con su linterna, no había rastros de nadie. Me pregunté si la luz no atraería las almas de los difuntos, pero no me atrevía a comentarlo en voz alta.
Les dije que podían regresar con las autoridades en un barco con medios, para empezar una búsqueda, mientras hubiese esperanza, pero nadie lo creía ya.
Todos los que íbamos en el bote sentimos pena por los turistas. Pero el conductor atemorizado por la hora y la fuerza del remolino, y aliviado porque el motorcillo consiguió alejarnos de él, temió que pasara algo peor.
– Voy a volver con ustedes, luego de avisar a la policía –les dijo –les aseguro que ellos no tardaran en acompañarnos.
Se le veía preocupado, frotándose el muñón con insistencia, como si sintiera la cercanía de su otra mitad. La religiosa seguía en oración, con un rosario en la mano. Una mujer lloraba sin parar, y el hombre que la acompañaba, la abrazaba sin poder decirle nada. Después de un tiempo que a todos nos pareció una eternidad, empezamos a ver las luces del pueblo de Panajachel y toda la gente sintió alivio, aunque todos callaron.
– Hay ángeles buenos y malos en el lago. Me susurró la señora, con cuidado de que su voz no llegara a los abatidos turistas.
– ¿Qué quiere decir?
– Que hay espíritus ahí.
– ¿Usted cree? –Dije con el corazón en un puño, intentando no traslucir mi pánico.
– Usted no sabe, pero hay ahogados muy antiguos ahí –me dijo –y siempre están ahogando gente. Es… como si tuvieran hambre. ¿No ha sentido usted deseos de ahogarse? ¿de unirse a ellos? ¿No lo sintió cuando se lanzó al lago? ¿No los oyó?
No podía creer que esto estuviese pasando en mi interior, pero al cabo de un momento y un fugaz examen de conciencia, mi razón se vino abajo.
– Si… Por un momento –respondí.
– Ya ve… Si usted va al mar, ahí pasa lo mismo.
– Tiene razón.
Recordé la fila de tzutuhiles viéndonos partir. ¿Sería su mirada una advertencia? Vimos los muelles de madera vieja, sencillos y prehistóricos. Un grupo de jóvenes encendía una fogata en la playa. El rumor del lago era perpetuo, como si llamara a alguien perdido. Los turistas esperaron al conductor del autobús que les esperaba y subieron corriendo en busca de ayuda de las autoridades.
– Really, thank you my friend –me dijeron los dos turistas con apretón de manos.
– Good luck, and hope –les respondí.
Una pareja de enamorados se besaba en otro muelle. Me quede escuchando el lago, poniendo atención a sus palabras e intentando traducir lo que querían decirme para que nunca se me olvidara, pero las voces eran tan fugaces que solo oía las risas jóvenes en la playa.

Fotografìa de Jaime Permut

lunes, 22 de febrero de 2010

MALADES IMAGINAIRES


Dentro de la tierra, raíces muertas y vivas van creciendo ciegamente. Dentro de lo oscuro de la tierra: entraña de abismos, surgen huesos y calaveras blancas. Insectos en multitud van blanqueándolos. Dentro de los huesos sin alma sin vestigio de nombre o forma, se teje el misterio de cada grano de polvo. Al aire las almas suspiran, corren, vagan revelándose en la expansión celeste de los cielos y el mundo. Mi respiración exhala cadáveres y espíritus, almas y sombras trémulas. Las amorfas formas de la realidad son simulacros terrestres. Las almas palpan cuerpos vivos sin sentir su tibieza. Los rostros de doncellas vírgenes se apertrechan en los cuartos oscuros oyendo el rechinar de muebles. Las transpiraciones de los amantes enloquecen a los muertos. Las doncellas celestiales observan sin pudores el ardor de las caricias; los amantes se presienten solos, plenamente desnudos y solos en la oscuridad universal. Sus olores tibios agitan los cuerpos efímeros de las doncellas muertas. Se dicen palabras de amor y deseo en un intrincado lenguaje ininteligible, sin razón se buscan entre el laberinto de sus propias manos y bocas. Besan piel y aire, besan cuerpos celestes y terrenales en un ahogo infinito hasta las bastas regiones del ensueño. Dentro de los cuerpos corre sangre y vino. Multitudes de pensamientos buscando su espacio, removiendo sentimientos. Cargan con las penas y con los amores, con la vida y con la muerte que opera lentamente. En plena oscuridad se vierten licores y corren hieles. Se desea en las noches como en los días, se sienten dolores y sensaciones cercanas de una forma insufrible. Se vive sintiendo el paso del tiempo en los días rápidos. Ya es de noche/ ya es de día. Corren los torrentes de agua más allá de las montañas, mientras el hombre suda su trabajo, anhela y pierde la razón de la vida. Se corren noticias de carros bomba, mientras se oye al mismo tiempo de las mansiones en Malibu, suntuosas hasta el hastió. Se ven rostros empolvados en Afganistán y luego se oye de unos muertos en un bus urbano en Madrid. Se cambia de canal y aparece el cuerpo de una joven mostrando la colección de verano Dolce&Gabanna. Diamantes y perlas van en los cuerpos delgados y pálidos. Bronceados desnudos de mujeres brasileñas o irlandesas, bellas y dulces mujeres modelando metales y telas escogidas. Cabellos rubios y largos, rostros de nereidas y cuerpos igualmente mitológicos. El oro brilla y la plata reluce, hay esplendor más abajo del mundo, bajo la tierra preñada de luz, abajo de las raíces y calaveras, donde todo arde sin prisa, donde hay un horno inconcebible donde arde todo a fuego lento.
2003
*Pintura de Antoni Tápies

miércoles, 10 de febrero de 2010

GENESIS DE LOS POETAS

Es el principio de la perfección en todo el mundo. Su poder es infinito cuando se ha transformado en tierra.
Alquimista Arabe.


Los poetas, somos santos corrompidos.
Estuvimos en el paraíso, jugábamos con la luz de soles invisibles y renacíamos al despertar de cielos más tersos. No podíamos encontrar la oscuridad ni al cerrar los ojos. Todo era claro allá en el paraíso, tan puro, y nuestros cantos eran dulces alabanzas, suaves silbidos que se volvían cabellos de corceles transparentes. Galopaban sin amarras, desterrados, llevando nuestra voz resplandeciente a otras latitudes, a tierras ignoradas, a pueblos silenciosos donde el silbo era presagio. Cuando nacieron los árboles, cuando crecieron los frutos, creció la llama y el veneno en el centro de la pulpa. Éramos todos iguales, éramos todos iguales, ninguno conocía del otro más que su voz y su lenguaje. Todos poetas, todos hermanos, todos de la misma tierra cantábamos sus secretos, ignorantes del oscuro matiz de los pecados. Pero llegaron con los frutos las estaciones infinitas, y entre ellas una boa enrollada en las raíces. ¡Boa-culebra, boa-culebra! Cantaban ya los pueblos. Mientras los poetas miraban sus inocentes ojos cristalinos, la serpiente repetía la canción en otra lengua. La mujer paseaba su cuerpo desnudo, pechos al viento, rojos pezones, pies dibujados con todos los pinceles de los cielos, dios femenino mitad luz mitad tinieblas. Ojos oscuros, oscuros como noches sin pan, como tiniebla sin faro, mujer, animal extraviado ¡hasta donde conocimos la miseria!, no fue la boa ni la fruta, fue el calor de sus muslos, el olor de sus pechos, el sabor de su lengua, el fuego de su sexo, el silencio sin dioses, eso fue la mujer, la babel de los hombres, confusión y delirio, lamento, gozo. Todos éramos poetas, todos hermanos, todos hechos de la misma tierra, hasta que una mujer junto con sus manos la penumbra y fue serpiente, fruta y Dios expulsado. Si, éramos como dioses, sabiendo el bien y el mal. Los milagros de antes, ahora son herejías; condenados todos a la oscuridad en los siglos de siglos, por la belleza inhumana de una virgen.

martes, 2 de febrero de 2010

TODO POR MAGNOLIA


Perfumes of embraces all him assailed.
With hungered flesh obscurely he mutely craved to adore.
Ulises, James Joyce
Hemos ido acumulando corazones en nuestro corazón...

Odio los espejos. Verme en ellos reflejado me disgustaba tanto que de niño los quebraba a escondidas. Al crecer intenté reconciliarme con ellos, pero en lo profundo conspiraba en su contra y los imaginaba quebrados. Mi diario esta lleno de metáforas que aparentan ser bellas y en realidad esconden mi rencor hacia sus reflejos. Con el tiempo había aprendido a percibir a quienes los adoraban, y me alejaba de ellos como si estuvieran enfermos de algo contagioso. Pero ya había logrado dominar ese horror de verlos en todos lados repitiendo mis gestos como fieles actores al papel que representan. Hasta que una tarde en un café de la Antigua Guatemala, frente a un inocente lavamanos, levante el rostro y vi aquel enorme espejo con marco de madera. Estaba solo en aquella habitación de un artificial estilo colonial que el espejo replicaba ante mí. En un parpadeo sentí el eterno transcurrir del tiempo; sentí que todo lo que sabía era aparente, y me era arrebatado. Vi mis ojos arrogantes interrogando mi imagen, vi mi cabello corto, negro, como cuando tenía diez años y me vestían de traje para enviarme a la iglesia, vi la mirada que los años me habían vuelto desconfiada. Me fije en los detalles, vi mi camisa blanca, el viejo cinturón de cuero que me compre en un mercado, la cadena de plata que con tanto amor me obsequiara Magnolia, los botones azules de la camisa, mis manos morenas sobre el lavamanos, sosteniendo mi cuerpo delgado. ¿Soy ese? (Mi rostro es de adobe, mezcla de barro y paja, mis ojos van a ser el batir pasajero de un ave, o una luz quebrantando un portón cerrado; tengo en mi rostro la luz y la sombra, el sol escondido en una tarde lluviosa, las ruinas cayendo, cayendo aún más en el tiempo y su transcurrir silencioso, las calles empedradas, las paredes multicolores resquebrajadas, las ventanas cerradas desde el derrumbe del amor, las puertas de madera, los leones esculpidos, las sirenas forjadas por leyendas sencillas; las plazas, los parques y sus gentes bajo la lluvia). Veo en mi cara el rostro roto de mis padres, roto como una fotografía. Intuyo que no soy yo el que habla. Soy el que piensa, pienso. Hay en todo esto un dejo de engaño, una sensación burlona de no ser yo del todo. Saco del bolsillo del pantalón una libreta y un lápiz; trato de hacer algo con ellos, quizás dibuje o escriba. Intento dibujar mi expresión. Me sorprende que no pueda simplemente irme, dejar de pensar, jalar el pasador y salir a tomar mi café a la par de Magnolia. Pero lo que me detiene es lo que siento muy dentro y me confronta frente a mi imagen. ¿Este soy yo? Me veo y toco el espejo hablando con migo mismo sintiendo que alguien más me va a ver, oír, o detener. ¿Estaré enloqueciendo? Veo como mi boca se abre y salen las palabras. Siento que debería salir ya. Mi mano dibuja algo que no veo. Oigo que algo se rompe como cuando se rompe un cristal. De pronto pienso que Magnolia debe estar viendo el lindo jardín, los cuadros de las calles, imaginando que yo me la imagino. ¿Este soy? Tan serio, tan triste, lleno de defectos al hablar. Me di la vuelta. Vi las lunas y soles de barro. El paredón oliendo a humedad.
– ¡Joven, le pasa algo!- preguntó la mesera desde afuera.
– Ahora salgo- respondí.
No había oído los golpes en la puerta. Mire mi imagen y reconocí que aún me faltaba crecer. ¿Que hombres habrán inventado este diabólico utensilio? ¿En que época? Pensé en escribir sobre eso. ¿Pensé? Me imagine escribiendo, tratando de ser verídico, tratando de ser justo con las palabras. Me imagine investigando los orígenes del espejo; y tratando de deshacerme de su imagen salí del baño. La mesera esperaba con un gesto de disgusto, sostenía un trapeador y un cepillo.
– Disculpe –le dije.
– No quiere olvidar su libreta, verdad –me preguntó con sarcasmo.
– De ninguna forma, gracias.
Magnolia siempre me esperaba, era una buena mujer, muy pacifica. Me ofreció el capuchino que había pedido para mí. El café tenía un aroma calido. Tome la cuchara colmada de azúcar.
– ¿Te quedaste dormido, o qué?
– No ¿por qué? Las mujeres se tardan más –respondí moviendo la cuchara entre la espuma.
– Pero tenemos un pretexto, nos gusta tardarnos –me dijo.
– ¿Qué, me extrañaste tan pronto? –Pregunté –. No podes vivir sin mí.
– La verdad, si te extrañe amor –dijo ella como si declamara un poema –. Extrañe tu colonia, tu noche, tu mirada irreal de no estar del todo viéndome, como ahora que te veo imaginado.
– Te soy sincero, lo que me detuvo fue una sensación que no tenía desde hace mucho.
– ¿Qué fue?
– No sé, tuve miedo, rabia, ira, no sabía que hacer.
– No te aflijas, mira que bello clima, el sol radiante, el jardín, las flores; ya no más desgracias o temores pasados; ese es tu problema desde que te conozco, piensas mucho en el pasado, déjalo ir, olvídalo; toda la semana espere tu llamada, y me llamas hasta hoy, es como si estuvieras huyendo de mi.
– Ya vez, sabía que no tenía que contárselo a nadie.
– Es que estaba aquí pensando en los planes que tenemos para el futuro. Respiraba con tranquilidad al ver el cielo limpio, todo tan esplendido.
Observe a la mesera volver al baño con un caballero muy bien vestido. Bebí mi café viendo como el sol vivificaba el jardín. No pude dejar de ver hacia el baño. Los vi salir con un aire preocupado. El hombre camino con calma hasta nuestra mesa.
– Joven, podría... disculpe, tenemos un problema.
– ¿Qué sucede?
– Soy el administrador.
– ¿Qué pasa?
– Acompáñeme – me ordenó –. Usted disculpe, francamente nunca habíamos pasado por algo así en este lugar –me decía mientras caminaba –. Soy el administrador y lo que menos quiero es interferir con los turistas y visitantes, es decir, afectarlos de alguna manera, ¿usted me entiende? Este es un café muy visitado por ser un sitio tranquilo.
– Lo comprendo todo, pero aún no entiendo que tengo que ver en eso.
– Ya vera a lo que me refiero.
– ¿Fue por lo que me tarde en el lavamanos?
– No exactamente.
Caminaba tras él hacia el baño. Le seguía el paso. Caminaba lentamente haciendo énfasis en cada palabra. Volví a ver a Magnolia y de su rostro sobresalía su boca roja y sus ojos de gata. Entramos.
– ¿No ve usted nada extraño? ¿Talvez no lo vea de pronto?
Desde el lavamanos hasta el piso, los adornos de barro, el excusado, todo estaba intacto. De último vi el espejo. Me vi reflejado y recordé el extraño monologo.
– ¡No veo nada! –dije pensando ya en como le había de cobrar aquel insulto.
– Eso creí que pensaría. Párese aquí donde estoy y vea, vea muy bien.
– ¿Lo ve? ¡No sé como pudo pasar!
Cuando el hombre se paró delante del espejo se anudaba el corbatín, pero lo hacia al cálculo porque su imagen, su reflejo, no aparecía en el espejo. Fue un instante malévolo. Me sentí como deben sentirse los que ven un fantasma por primera vez y van solos por un callejón.
– ¡No puedo creerlo! –dije consternado.
– ¡Joven, por su bien y el nuestro debe decirnos que le hizo al espejo! –me gritó.
El hombre me rogaba una respuesta a punto de llorar de impotencia.
– ¡No le hice nada! Y no sé lo que pudo haber pasado.
– ¡Tiene la obligación de decirme!
– ¿Me esta amenazando?
– No, de ninguna manera. Usted es un cliente ahora y lo respeto. Pero, la mesera vio claramente que antes que usted saliera el espejo no estaba así. Ya le expliqué que este es un sitio de esparcimiento, un lugar donde las familias ¡las familias! –Me repitió –. Vienen a pasar un momento agradable, dígame ¿como les voy a explicar algo así?
– Lo entiendo, pero ya le dije que yo tampoco sé lo que pasó.
La mesera golpeó la puerta y le dijo algo muy quedo.
– Tengo que hacer algo urgente. Lo dejó aquí para que piense que hacer y, por favor no le habrá la puerta a nadie.
– Muy bien –le dije, algo asustado por la magnitud del absurdo.
El administrador era un sujeto cortez y, debía estar verdaderamente asustado. Yo no sabia ni me imaginaba como pudo haber pasado aquello. Me acerqué al espejo y todo mi cuerpo si era reflejado. ¿Y esto? ¿Habría logrado deshacerme de mi reflejo? Eso fue lo primero que se me vino a la mente. Mi reflejo, qué era, no lo sabía, pero estaba atrapado ahora en el mercurio. Me sentía entero. ¡Este soy yo!, dije dando una palmada. Pensé en la forma de explicárselo al administrador y me sentí feliz por que sabía que mucha gente desearía no verse reflejada. ¡Cuando vean que no se ven! Empecé a reírme de los que ingenuamente sentirían el vació de estar realmente dentro de si mismos. Me reí de los cínicos que se tendrían que peinar sin ayuda de nadie. Imaginé con deleite a los adoradores del espejo horrorizados ante la muerte inminente de sus rostros reflejados. ¡Se van a sentir como si estuvieran muertos! Pensé en convencer al administrador de que era una buena forma de que los clientes rompieran con la monotonía de sus vidas. Pero de pronto, me sentí abatido por que tenía razón el hombre, las personas lo único que quieren es estar en paz y que nada extraño interfiera con esa normalidad. Por ello también pagan. Por última vez mi reflejo sonreía. Tomé una escoba y azoté con fuerza contra el espejo. El golpe fue atronador. Llegó el administrador y la mesera y vieron los pedazos del espejo roto, y se asustaron creyendo que me había herido. El administrador me examino con la mirada.
– Fue lo mejor joven, bien hecho –me dijo, viendo como fluía la sangre de los restos quebrados del espejo.
Todo lo había hecho por magnolia, había decidido casarme con ella.
-
*Jacques Viau nació en Puerto Príncipe en 1942. Perteneció a unafamilia de perseguidos políticos que se refugiaron en Santo Domingo.Fue abatido durante las insurrecciones de 1965 cuando aún no habíacumplido veintitrés años.

miércoles, 20 de enero de 2010

TRANSCRIPCION SOBRE LA ARENA-




El Cadáver levantó su cuerpo con dificultad y caminó hacía nosotros. Parecía estar esperándonos en el deterioro de su existencia. Sus ropas estaban corrompidas por la humedad, y los huesos de su cuerpo insólito, ahora se veían devastados por su permanencia en la tierra. Le brotaban líquenes y hongos dentro de las costillas, y bromelias en las cuencas donde antes estaban los ojos, y brotes silvestres entre los dedos de los pies que le nacían dentro de los zapatos. Me pareció triste el olor a tierra húmeda, como la profunda sensación de estar frete a un muerto que seguía siendo consumido ante mis ojos. Pero aún así, mantenía el carácter digno de las ánimas en pena.
- ¿Cómo están todos? –me preguntó con una voz fósil, que le salía de entre los huesos de las mandíbulas.
Hasta entonces lo reconocí. Era el mismo que me había llevado a ver el fútbol. Aunque estaba más viejo y más muerto. Entonces le reconocí el uniforme de gala, y las charreteras e insignias oxidadas, y las condecoraciones podridas con las banderitas sucias a punto de caerse al suelo.
- ¿Qué esta esperando aquí? –le pregunté.
- No estoy esperando nada, ahora ya no puedo esperar, ahora sólo quisiera saber como están ustedes –dijo.
- Todo está como siempre, no ha cambiado nada –le dije –. Lo que no puedo entender es por qué esta aquí aún.
- Sólo quería verte –me dijo –. Ya no soy el mismo.
- Lo dudo –le respondí con rabia.
- Quién es ella –me preguntó.
- Es mi prometida, la acompaño al entierro de su tía.
- Los entierros siempre son tristes, pero auguran la vida.
- Uno mira a los familiares reunidos y parece el momento oportuno para hablar lo más sincero posible, pero ninguno se decide a tiempo, hasta que se olvidan las visitas al cementerio.
- Eso parece ser verdad.
Elena me sorprendió. Se mantenía en silencio al lado mío, acompañándome, como si entendiera plenamente aquel encuentro. Nos sentamos en una banca. Su estado me conmovía. No pude evitar ver su uniforme, con los botones sin brillo, y sus ropas exiguas, desechas por la humedad, su pantalón roto por algún esfuerzo material, y los zapatos desgastados desde el día de su muerte. ¿Quién lo habría enterrado? ¿Sus padres? ¿Una de sus lánguidas amantes, una de sus tantas mujeres con las que presumía? ¿Quién podría haberlo llorado? ¿Sus hijos regados? ¿Sus hijas, sus nietos? Ninguno de nosotros habíamos ido a su entierro. No supimos sino uno año después. Pero de todas formas no habríamos ido. No hubiésemos estado a tono con la situación. No nos hubiéramos visto tristes, sino en paz, quizás felices de saber que ya no compartíamos el mismo aire con él.
- Sólo quería verte –me repitió con tristeza, y de su mandíbula salió un olor a estiércol.
Su cabello enredado, blanco y largo, le llegaba a los huesos de los hombros. Su traje militar se le iba destruyendo fatalmente por las secreciones de su cuerpo en descomposición.
- ¿Recuerda a todos los que lo enterraron?
- Si, los recuerdo a todos.
- ¿No le dio tristeza morirse? –le pregunté en un tono impersonal.
- No, lo que me dio fue pena, porque es muy vergonzoso –me dijo –. Sentís como si te echaran de tu casa siendo un niño; la muerte es la calle más ancha, no hay descanso en ella porque no tiene techo, hijo.
- También la vida es algo así –dijo Elena, y luego le preguntó –. ¿Lo dejan andar así por el cementerio?
- Hicimos un trato con el guardián, cuando el se duerme, yo me quedo cuidando, y a él le conviene –dijo con una sonrisa, si es que ese ruido seco, fuera una expresión de alegría.
Caminamos por el cementerio, hacía el cortejo, al ver entrar a la gente vestida de negro, con sus velos de seda oscura las mujeres, con sus miradas graves, con el paso sencillo que se adquiere en la entrada del cementerio, con la humildad que se trasfiere al ver los nombres y apellidos de tanto ser humano hecho polvo. Oímos el discurso que dio un familiar de Elena; un señor muy culto que reseño su vida desde su nacimiento hasta su muerte. Vimos como cargaban la caja de lujo y la iban metiendo poco a poco en ese mausoleo, y como los albañiles ponían ladrillo por ladrillo en el pequeño cuadro que era como una puerta lapidada. Elena lloró en todo el camino de regreso. Me sentía cansado de ver al cadáver, de sentir su mortalidad exaltada, y me disponía a despedirme, a irme del cementerio y no volver jamás. Regresaría a mi vida de siempre, mi madre estaría en casa cocinado un guisado, y yo prepararía una taza de café y me refugiaría en mi sillón favorito a leer aquel libro con poemas de Apollinaire, y sería feliz.
- Dale un abrazo a tu padre –me ordeno Elena, con ternura.
No me dio tiempo de nada, oía sus pasos tras de mi cada vez más lentos, más leves, como si arrastrara todo su cuerpo contra la tierra.
- Ésta es mi tumba –dijo el cadáver –. Señalando el lugar donde estaba una lápida de mármol con letras de bronce “Saulo Demóstenes Ramos López”, y debajo del nombre “…pues somos como la hierba del campo, que hoy es y mañana perece”, unas flores podridas adornaban la tumba con su olor iracundo.
- Aquí se debe sentir mejor que allá afuera –le dije y le di un abrazo. Ya no sentía rencor sino un deseo simple de llorar a solas.
El viento del atardecer sopló, barriendo las hojas del suelo en un remolino sediento. El cadáver ya no tenía cabello en su cabeza, las finas hebras eran arrancadas de su cráneo poroso. Iba desmoronándose conforme el viento le socavaba los huesos hasta el tuétano, el rostro y todo lo demás, en su disolución final, hasta que sus insignias cayeron al suelo, desamparadas, sobre un montón de tierra. Elena y yo nos abrazamos, hasta que el viento mortal dejó de soplar.




-2003-

lunes, 14 de diciembre de 2009

LLAMAMIENTO (COMIENZO DE UNA NOVELA) I


Abril es el mes más cruel;
engendra lilas de la tierra muerta,
mezcla memorias y anhelos,
remueve raíces perezosas con
lluvias primaverales.

T.S. Eliot.


Al entrar, sentí las paredes heladas y húmedas como si la casa se fuera hundiendo como un barco. De costado, en su cama, al fondo de la habitación, de espaldas a todos lo vi. Estaba como un bulto enrollado en sábanas. Pude sentir la estancia pesada por los últimos visitantes que esperaban que muriera en cualquier momento, puesto que el sentimiento era de resignación general.
- ¿Papá, me escucha? –le preguntó una muchacha –aquí esta su hija Carmen –dijo, y me sonrió.
Mi madre estaba sentada sin emoción, como si estuviera esperando en un consultorio. Una señora se levantó y me dio un lugar. La joven me miró con sencillez y me pareció muy agradable, porque me vio sin ningún deseo de hacerme parecer culpable. Se acerco a mí con una emoción sincera.
- Así que usted es mi hermana –me dijo.
- ¿Cuál es tu nombre? –le pregunté.
- Ana Lucía Ramírez –me dijo, y luego me preguntó –. ¿Quiere café?
- No gracias.
- ¿Agua?
- Si, agua si.
En seguida regresó con un vaso. Parecía desvelada, y su semblante pálido me dio una profunda compasión. Me preguntó sobre mi vida hasta que se quedó pensativa viendo hacía la cama.
- ¿Desde cuándo enfermó? –le pregunté.
- Bebía mucho –me respondió – y bebía para enfermarse.
Vi hacía la cama. Parecía dormir profundamente. Después de sesenta y cinco años allí estaba, a punto de morir. No se me olvidaba aquella tarde, no podía dejar de pensar en lo humillada que debió sentirse mi hermana, y lo ofendida que me había sentido yo misma, al oír sus palabras duras, afiladas e infectadas de odio. Había pasado toda mi vida tratando de olvidar aquel agravio, y también tratando de comprenderlo, tratando de perdonarlo, pero era inútil, porque algo dentro de mí ardía por levantarlo de su mismo lecho de muerte y golpearlo con el mismo calibre con el que me había maltratado. Pero ahora podía verlo derrotado. Escondido en ese colchón hundido, rendido ante los años y por las horas, que a momentos, eran para él y sólo para él, como un pesado lastre que lo empujaban en los abismos intangibles de la muerte.
Los que estaban ahí eran muchos de los amigos que habían conocido de cerca; algunos bebedores, compañeros de cantina, malos maridos. Eran gente humilde y permanecían callados con el sombrero sobre las piernas. Pero me conocían, o por lo menos habían oído de la hija ingrata que no quería llegar a despedirse de su padre. Eso era lo que ellos creían, pero la historia cierta era muy distinta, y no era yo quien debía contárselas. Por su silencio podía oír como los gatos pasaban sobre las láminas, como lentamente se me hacía perceptible el olor a metafen y creolina. Las paredes eran de adobe y se miraban los bloques desnudos a penas disimulados por los calendarios y las fotos de la familia. El mismo había excavado los cimientos, y había puesto adobe sobre abobe hasta entramar la casa por dentro y por fuera a su gusto. Tenía seis hijos, pero sólo Lucia se acercó a saludarme. Los demás miraban el suelo, pensativos, disimulando la misma incomodidad que todos sentíamos; de vez en cuando uno de los varones me miraba y trataba de ocultar el malestar que le causaba. Los varones se parecían a la madre y las mujeres tenían los rasgos del padre, aunque los modales de los varones eran sin duda, una copia fiel de nuestro progenitor. Porque también era mi padre. Mi hermana me decía “perdónelo Carmen, perdónelo, el no se va a morir si usted no le da su perdón”, y luego añadía “esta agonizando”.
Era tan reciente el dolor que yo no hubiera llegado nunca si no me hubiera conmovido Eva, su mujer, su segunda esposa. Llegó hasta mi cama y me habló con franqueza. Me dijo que uno no conoce el corazón de los demás, y sobre las penas que otros llevan; me habló que el perdón era una medicina. “El se va a morir, pero nosotros nos quedamos sufriendo”, me dijo cuando salió. Pero no me convencieron sus palabras, que a fin de cuentas eran las mismas repetidas por todos, sino el sentimiento secreto de amor que trataba de ocultar por mi papá. Y ahora, cuando la vi me pareció la misma, con sus manos tan blancas que se le marcaban las venas, y sus ojos tristes, y la misma ropa de hacía dos días.
- ¿Qué hora es? –le pregunté a Lucia, que seguía callada.
- Ya son las diez de la noche –me dijo.
Yo seguía pensando, tratando de ordenar una vida completa. Mi mamá se había vuelto a casar también. Y hasta mis hermanas, las hijas de su segundo matrimonio, me urgían que lo perdonara. ¿Cómo podía perdonarlo si ni siquiera podía verlo? Pero eso fue antes, antes que me diera cuenta que también tenía sus ojos y su pelo, y quizás su mismo corazón, puesto que mi abuela me decía que era igualita a mi tata, era igualita a él por la mirada huraña, y una rebeldía congénita que hasta mi madre detestaba. Pero me parecía irreal verlo ahí a punto de irse para siempre, aún cuando era tangible. No tenía ni un recuerdo amable. Lo había visto antes con repulsión, y ahora, ya viejo, no me parecía que aquel hombre fuera el mismo que años atrás me despreciara con tanta saña como si, verdadera y terriblemente, le hubiésemos amargado la existencia con el simple hecho de estar vivas. Pero me parecía absurdo que después de tantos años yo siguiera acumulado todo aquello como si fuera una herida emponzoñada, mientras mi hermana hasta lo amaba, aunque no le hubiera regalado ni un par de zapatos en su vida. Nada me había dado. Tan sólo un recuerdo que ahora mismo era tan intenso que me sofocaba.
- ¿Puedes enseñarme donde está el baño? –le pedí a Lucia.
Me llevó de la mano por un grupo de jaulas donde dormían gallinas y palomas. Sentí alivio al orinar. Era un baño con paredes estrechas y una puerta de madera por la que cualquiera podía abrir desde afuera, así que podía ver el cielo abierto mientras orinaba. Me quede viéndolo por más tiempo. No quería regresar. Mi mente estaba confusa, no podía pensar claramente y experimentaba una opresión en el pecho, y me faltaba el aire. Salí del baño y me quedé un rato respirando el aire tibio de la noche de abril. Miré mis zapatos negros, las calcetas blancas, el vestido azul de paletones y la blusa de niña que detestaba, pero que a mi madre le parecía adecuada.
- Tienen bastantes animales –dije al sentir el silencio.
- Mi papá y sus ideas, un día le dio por construir una jaula para gallinas, no sé de donde sacó unas palomas, y se le ocurrió construirles una jaula, ahora son muchas más, la otra noche vino con unos patos y así se mantiene, trae animales y era el único que los mataba y se los comía sin corazón, yo me encariñaba con ellos.
- ¿Oí que tiene un gallo?
- Si, pero hace tiempo que empezó a botar las plumas y se ve que esta malo.
- La bisabuela tenía un loro que se desplumo cuando ella murió… como si hiciera luto –le respondí.
Oímos unos pasos.
- Carmencita, su mamá ya se va –dijo Eva.
- Yo quisiera quedarme, si ustedes me lo permiten –pregunté.
- Hablaremos con su mamá –respondió Eva.
Mamá no dijo nada, se adelantó al automóvil y me dejó atrás. Uno de los hermanos de Lucia me saludó y se despidió a la vez, lo mismo hicieron los demás.
- ¿Están cansados? –le pregunté.
- Talvez, yo no me he entendido nunca con ellos, de mi mamá es la única que últimamente me he preocupado, me parece que si papá se muere ella se va a morir también.
- Estuve a punto de no venir, pero tu mamá me convenció –le dije sintiendo amargo el paladar.
- Mis hermanos se acuerdan de ti pero ahora están afectados por la pena –dijo ella como disculpándolos –nos recordamos muy bien de todos.
- La sangre es la sangre, verdad.
- Eso es cierto, mírate tú, ayer no querías saber nada de nadie y hoy hasta te has quedado –dijo ella.
- Para mi vale la sinceridad porque los golpes de la vida llegan por la mentira.
- Hay cosas que no decimos nunca, y quizás con un poco de valor uno llega a contar un poquito de lo que tiene guardado –dijo, con los ojos húmedos.
- Si nos oyera hablar mi madre diría que estamos delirando –dije.
- Quitándole el trabajo a Dios para dárselo al diablo –dijo lucia, riéndose pese a las lágrimas.
Pude oír sus palabras sinceras. Pero ahora, en el silencio de la media noche me sobrecogió la conciencia. ¿Perdonarlo? Pero si él era el culpable, no yo. ¿Debía pelear contra mis rencores y arrancarlos de raíz, y dónde dejaba todo el tiempo de dolor, el hambre y el desprecio? Me quede viendo el bulto envuelto en las sábanas y no pude sentir compasión. Parecía que estábamos velando un cadáver porque el hombre ya no se movía, y ni siquiera parecía respirar. Lo observé en cuanto nos quedamos calladas las dos, y de pronto no oí más que dos respiraciones, precisas y flotantes, y la preeminencia de algo quieto, pesado, como un objeto material.
- Anoche estuvo hablando solo, murmurando, ninguno pudimos entender lo que decía –dijo de pronto.
- Quiero hablarle, decirle que estoy aquí y decirle que lo perdono –dije como si presintiera un final.
- Si es de corazón debes hacerlo –me dijo ella.
Entonces tuve el valor de pedirle que saliera. Me dio un apretón de manos y salió diciéndome que me iba a buscar un suéter.

Imaginé que Eva estaría limpiando la cocina, haciendo tiempo para entrar a relevarnos. Pensé en acercarme, y tocarlo del hombro, sentiría la sábana fría, más helada que mi mano, me acercaría sin rencores y le daría un beso en la frente, y entonces sentiría su piel tensa, tan fría que me haría verlo detenidamente en su lecho, y sentiría inevitablemente el deseo de cubrirlo muy bien, le diría papá, padre, aquí estoy, soy su hija Carmen, lo perdono, luego repetiría lo mismo con más fuerza queriendo despertarlo y tratando de convencerme, lo movería del hombro, le daría la vuelta y lo vería pálido, inexpresivo, acercaría mi mano a su nariz y no sentiría su aliento, me acercaría a su pecho y no oiría su corazón, retrocedería y lo vería de lejos, quieto y frío como las mismas paredes de esa habitación, diría entonces en voz alta que no, que no podría perdonarlo aunque ya estuviera muerto, entonces me conmocionaría el cantar de un gallo como si fuera amaneciendo o como si estuviese negando de nuevo a Cristo, y me alejaría de pronto al sentirme un poco culpable, un poco cómplice de algo oscuro, indescifrable, y finalmente saldría un grito de algún lado, un llanto, y un abrazo de alguien.

Lucia entró y se tiró sobre él sacudiendo la cama con su llanto. Tardó un momento para que me diera cuenta que Lucia se había quedado a espiarme por una abertura en la puerta. Tras ella, entró Eva, que me abrazó, inconsolable.
- ¡Se murió…, se murió el señor! –le dije, sintiendo el vacío de la media noche, como si el barco se terminara de hundir en la mar de un instante.
- Murió al oír tu voz, cuando llegaste –me dijo con cariño.
-
(2003)

jueves, 10 de diciembre de 2009

ROYAL PALACE CLUB


El guardia registró a cada uno como siempre lo hacía. Llevaba al hombro un pesado fusil que sujetaba con incomodidad cuando revisaba.
- ¿Su cédula?- me ordenó con desconfianza.
La vio rápidamente viéndome a los ojos. Luego vio por la ventanilla de la puerta, hizo una señal y abrió la puerta. Alguien más corrió una cortina roja y vi adentro el grupo de siluetas ahogadas en el humo denso de tabaco y misterio. Caminamos siguiendo a Santiago, entre las mesas dispuestas para la presentación, buscando un lugar al lado de la tarima. Los espejos multiplicaban los cuerpos y las luces de colores volvían los espacios intermitentes; al fondo estaba el bar donde atendía un señor haciendo ademanes y dando órdenes a los meseros, los cuales sólo ayudaban a limpiar las mesas, según nos decía Santiago. Una de ellas se acercó hasta nosotros, nos señaló una mesa y luego nos preguntó.
– ¿Qué van a tomar?
Estaba vestida con encajes infimos mostrando todas las líneas de su cuerpo juvenil; llevaba una libreta en la mano y parecía sentirse dueña de sí misma, como cuando una leona a sometido a su presa. Ernesto le preguntó su nombre, mientras Santiago le tocaba las piernas, riendo triunfante, mirándonos a todos como si tuviera un trofeo en las manos.
– Me llamo Lucero- respondió con una sonrisa cómplice.
– No, Lucero, muñeca, di tu nombre verdadero –replicó Santiago, aún acariciándola con la mano.
– ¿Y cómo se llama tu amigo?- preguntó.
Me vio tan aislado de todo, mirando a la bailarina desnudándose con una canción romántica, abstraído, como en un sortilegio.
– No ha estado con ninguna –le dijo Ernesto, riéndose de mí.
Ella me vio y me sentí como si me comenzara a desnudar con la mirada.
– Tráigame tres cervezas –dije sin bajarle la mirada.
La vi venir a lo lejos. Puso las cervezas en la mesa y caminó como una loba hasta donde yo estaba, vio que no le ponía atención, afectado, viendo hacia la tarima. Con tu permiso, dijo y me abrazo, hasta sentarse en mis piernas, mientras me cantaba la canción en el oído. Una mano se agitó en la barra y se levantó. Ya las había visto a todas cuando Ernesto me preguntó que si me gustaba alguna. Había visto a las mesas y mirado como sus amantes las abrazaban de la cintura, hablándoles al oído por el ruido de la música; las había visto hasta entonces ebrias, bailando solas, extáticas, sumidas en una fiesta pagana como la de las sorguiñas en su aquelarre, con sus peinados de brujas y sus miradas iluminadas, lanzando gritos de felicidad o de odio, viendo sin ver, besando sin besar, levitando en su carnaval nocturno donde su ser se disolvía como el mismo humo del cigarro, o caminando de la mano hasta la alcoba más cercana por el deseo más siniestro. Ellas vivían sin inocencia, conociendo tanto a sus hombres que podían ver al pobre niño que llevaban en sus fornidos cuerpos; eran tan maternales porque al fin de cuentas eran mujeres. Aquel lugar era un altar donde se sacrificaba la moral y sangraban todos los misterios de la muerte por placer.
Santiago tenía una familia, pero era alegre y le gustaba de vez en cuando asomarse a ese mundo donde parecía otro, tal vez aquel joven soltero que no disfrutó enteramente de su vida. Ernesto era soltero y trabajador, fumaba y bebía hasta que se le acababa el dinero y tenía una novia en cada burdel, y a veces ni le cobraban, era gordo y se vestía como ranchero desde que le habían dicho que parecía ganadero. Santiago era delgado, prudente, pero al beberse la primera copa se volvía despilfarrador, cantante, romántico y soñador, y siempre encontraba con quien romperse la cara.
Una voz presentó a la próxima bailarina. Santiago había pedido más cervezas. Ernesto abrazaba a una joven morena de cabello castaño.
– Y esa David... –me dijo Santiago, señalándome a una.
Ella parecía un águila con las alas extendidas, como si estuviera dispuesta a remontar el vuelo. Se sentó en una mesa y me miró por un instante. Tenía algo que no lograba descifrar, pero parecía una reina cautiva entre los grises reflejos de los cristales. Pensaba en eso, cuando se levanto violentamente y desapareció tras una fila de seis mujeres sentadas, y todas parecían esperar a alguien y me dio la impresión momentánea que tal vez esperaban al mismo hombre; las seis vestidas igual, con los labios y el rostro maquillados sin mesura, como aquellas niñas que se pintan a escondidas de su madre para parecerse a ella. Se miraban tan quietas, preparadas para la juerga, seguras de que entraría el hombre cuando ellas voltearan el rostro.
– Ahora regreso –dijo Ernesto, y se sonrió.
– Y la suya hermanito –pregunté a Santiago.
– Allá viene –me respondió con una seguridad profética.
La saludó con un beso en la boca, y abrazo su cintura hasta que ella se sentó a su lado, y comenzaron a platicar como si la conociera. Mi cerveza helada hacia flotar del fondo burbujas infinitas que me bebí de un sorbo.
– ¿Tiene fuego? –me preguntó una voz.
– Si, pero si me acompaña –le respondí.
Ahí estaba el águila con sus alas extendidas, pluma por pluma, con sus garras afiladas y sus ojos rapaces.
– Ya te conocía antes de que vinieras –me dijo.
Yo pensé que era otra más de sus estrategias para desmantelarme sin tocarme un pelo.
– ¿Cómo? ¿Ya me conocías?
– Hoy me salió en las cartas..., es la primera vez en este mes que me sale algo bueno –dijo.
Tomó mi vaso y lo llenó hasta el borde, luego bebió sin dejar de verme con sus ojos carroñeros. Entonces para mi sorpresa una sombra se le cruzó por el rostro, pero no era una sombra exterior sino interna y me sorprendí de poder notar una sombra diferente en un lugar hecho de sombras. Era vibrante, oscura, innombrable, y se escondía tras ella agotándola, consumiendo todo su ser. Miré el fondo amarillo y espumeante de mi vaso y le eche la culpa al alcohol.
– ¿De dónde es? –pregunté acariciándole el rostro.
– De lejos –me respondió.
– Y, porqué tan solita.
– Eres el primero que lo nota… No hablo con nadie, acá todas se pelean por los clientes, y yo no quiero matar una puta –me dijo riendo.
Santiago se levanto también y caminó a los privados. Llevaba a la mujer de la mano como si fueran novios.
– ¿Te parezco vieja? –preguntó al encender un cigarrillo y, mientras me hacía la pregunta y encendía el cigarro, miraba para la cortina roja.
Entonces vi entrar a los seis hombres que esperaban las mujeres y parecían ansiosos de sentarse, pedir una botella de ron y emborracharse hasta que las seis mujeres los llevaran en hombros, uno por uno, hasta el cuarto donde les quitarían el deseo, la billetera, la mujer y sus hijos, y seguirían quitándoles más de lo que ellos quisieran dejar. Ya los esperaban en una mesa, de pie, inquietas por volverlos suyos.
– ¿Cómo... no te parece que yo soy el único inexperto acá? –le pregunté de la mejor manera, recobrando el sentido.
– No me hagas reír.
Sonrió. Parecía complacida y me gustaba lo que el vino lograba en ella. Hasta parecía feliz, como si de pronto no estuviera allí viviendo aquello, sino en algún lugar más intimo de su memoria.
– ¿Cuánto has bebido?
– Un poco más que tú –respondió.
La sombra se asomó como el temor, macilenta, densa como la oscuridad. La disimulaba con su forma de caminar, con su gallardía de mujer. No se notaba cuando sonreía, cuando mostraba su cuerpo, su espalda fina, su cintura bien hecha donde estaba escrita la lujuria. Su mirada me descubría viéndola y me envolvía con sus maneras de verme y seguir viéndome, de hacer que yo la viera, de vernos y desconocernos, de volver a sentir que nos conocíamos de antes. Su sombra no importaba entonces, yo la ayudaría a cargar con ella, aunque fuera absurdo que pesara tanto la oscuridad. Sus piernas eran blancas y firmes, y pronto las tenía rodeadas con mis manos, hasta que llegué al final de su espalda. Cerré los ojos involuntariamente llevado por su olor a hembra. La abrace, la atraje hasta mi pecho y la besé como si hubiera estado herida. Le di calor a sus manos y como si fuera tan sencillo actué una escena romántica, sólo para ella y para mí; para que ella no llorara sintiéndose tan lejos y, para que yo no hiciera lo mismo al estar con una extraña. Me vio con sus ojos de gavilana preparada para el vuelo.
– ¿Vamos ya...? –me dijo finalmente, como si fuera urgente para los dos.
Tomó mis manos y me desafió tiernamente con el filo de sus ojos. Pasamos por entre las mesas y llegamos a la puerta de su cuarto. Entramos y nos empezamos a desvestir con la vela encendida; ella me iba contando con voz acallada: sus agonías nocturnas, diciéndome lo lejos que estaba su hermana mayor, diciéndome el nombre de sus tres hermanitos y, el enfado de su padre y las bendiciones de su madre cuando la vio subierse al bus con destino al norte. Me contó de las tardes sin hacer nada, de las flores que compraba los domingos, y entonces terminó de desvestirse.
Afuera seguía la música, que se colaba sin razón entre las tablas de la puerta. Cuando se recostó a mi lado y sopló sobre la vela, la oscuridad del cuarto ahogó nuestras sombras.


((2006))

sábado, 28 de noviembre de 2009

ALIMENTO PARA EL OLVIDO


Ni mi muy bien ganada reputación como historiador y tremendo entusiasta de seres imaginarios, podía llegar a imaginar aquella presencia de ese ser demoníaco o celeste, y por lo tanto sólo puedo describirlo sencillamente como un ser legendario, corpulento y desnudo por completo, resoplando de ira contra un árbol en el Jardín Botánico. Era portentoso y no estaba asustado más que por el miedo de vernos diferentes a él. Los ojos bien abiertos adquirían severidad y conocimiento y por ellos podríamos decir que estaba pensando; no así por sus facciones animales que lo separaban completamente al lado de las bestias. Su rostro, de una bestialidad purificada, se dilataba contra la sombra de los eucaliptos del Jardín. Precisamente lo vi cuando bebía en una poza y uno de los niños que habían llegado para que yo les mostrara el lugar, lo señalo con emoción. Saltó como un animal de un lugar a otro y se quedo a lo lejos de la escena. Por eso nos dimos cuenta, nosotros los mayores, que no era un disfraz como había dicho el niño, pero a ellos los sedujo de inmediato la curiosidad.
Ayudado por los padres de familia que habían ido para aquella ocasión, fuimos inventando una buena razón para sacarlos del recinto. Los niños hacían lo imposible por verlo y alguno comenzó la persecución. Fue imposible detener a dos o tres niños que se soltaron del brazo de sus padres y corrieron en dirección al Minotauro. Fue fatal. En menos de tres cornadas ya había matado a uno de los niños, y los otros dos regresaron corriendo, huyendo de la bestia.
El horror se apoderó de los mayores y el llanto salto de todos los niños. Todos salieron corriendo por diferentes direcciones buscando a sus padres y los padres buscando a sus hijos. Algunos en la confusión, tomaban a hijos que no eran de ellos, y había niños que se tiraban a los brazos del primero que los encontraba. Yo me quede de pie viendo al Minotauro bufar con rabia mientras caminaba en dirección a los tres niños muertos. La sangre le escurría de los cuernos y por detrás parecía un demonio rojo. Tomó los tres cuerpecitos y los comenzó a observar tirado entre los árboles. Tenía ojos de ternura aun cuando miraba la sangre de los infantes.
El director de la escuela me vio allí parado y me llamó desde lejos, al otro lado de la baranda. Yo lo vi angustiado y pensé que ya había hecho lo que tenía que hacer como autoridad responsable.
Me senté ahí mismo en un árbol de corteza amarilla, y lo pude ver detenidamente. No me pregunté en ningún momento de donde había salido, creo, que era suficientemente real a los ojos para producir asombro y pánico. Lo importante era que estaba allí y, yo jamás había creído que fuera posible que una bestia mitológica fuera posible. Quizás un Unicornio, pero un Minotauro de ningún modo. Él era un ser condenado a vagar en un laberinto y matar a quien irrumpiera o fuera condenado, tenía que buscarlo por los estrechos callejones y luego matarlo a cornadas o azotes, para luego comerlo por necesidad. Teseo jamás salió del laberinto, pensé, o quizás salió a contar una mentira; como buen lector había notado en la historia cierta arrogancia en el héroe, y valiéndose de un truco tan inaudito, si era posible que la bestia también siguiera la seña. Cuantos textos hay sobre la historia y sobre otras más antiguas que debido a una interpretación falsa cambian plenamente de sentido.
Las pezuñas de sus pies raspaban la tierra y se encaminaban a la poza. Metió la cabeza al agua como lo hace una vaca y la sacudió. Su pelambre ocre se hizo más castaña. Tuve temor de que se enfrentara contra mí. Me miró fijamente y se quedo quieto, como una estatua. Era como si su mirada nos diera la capacidad de ver a través. Me frote los ojos y tuve miedo verdadero, fui corriendo hasta la salida y me salieron al paso dos hombres uniformados con rifles al hombro.
– ¡Allá esta! –Gritaron todos.
– ¡No, no lo maten! –Dije ante todos-. No saben lo que es... ¡Es un minotauro!
Tres disparos acallaron mis palabras. El animal tendido en el suelo, se sostenía el pecho con sus tremendas manos. Luchaba contra la muerte viéndonos a todos sin consuelo. Por fin calló y abruptamente hundió el hocico en el lodo. Trato de levantarse tres veces más y, se oyeron otros tres disparos.
– ¡Ya esta! –Dijo uno de los hombres, dándole vuelta al cuerpo con las dos manos.
La tarde caía como siempre he recordado que caía en mi infancia, llena de luz amarilla y esperanzadora, fugaz. Esperaba junto al Director la llegada de los forenses y otras autoridades responsables. El grupo de niños había dejado todo miedo y rodeaban el cadáver del Minotauro muerto. Lo miraban con curiosidad sin saber aún que era.


2003

La autoridad de la barbarie

Me ha parado la policía: ¿Documento de identificación? No lo traigo, respondo. (Los dos oficiales muy serios), uno de ellos alza un cuader...