martes, 24 de abril de 2018

PARÁBOLA DE LA MALA VIDA /




 A mi mamá 
con respeto, aclaro.

El domingo fue de anormalidades. No soy, ni pretendo ser siquiera un alentador de religiones, sino más bien el contraste me hace dibujar lo siguiente. Luego de ver a nuestro amigo Mascota (que es un malabarista entusiasta del circo y la emoción alegre), caminamos hacía el Parque Central.
No he dicho que iba con la luz sagrada de mí mejor amiga, que también es mi mejor amante, además mi peor cómplice en ocasiones, pero ese día ella había ido a la iglesia. Así que no me rezagaré contando por qué me parecía extrañísimo que ella quisiera ir a un lugar sacro, aunque, el contraste me delata y diré que ella había terminado con la bebida y particularmente por una riña en la que había huido amenazada de por vida, que es en términos de este pueblo sangrón, menos de un mes de pendencieras miradas.
Así que íbamos caminado cuando vi al muchacho allí parado, conversando con la gente, como enseñándoles algo, diciéndoles que Jesús todavía hacía milagros. Ana estaba interesada y nos acercamos un poco más, incluso haciendo mímicas y mirando con atención a la gente alrededor, que no era tanta como con los cómicos, pero bien habrían un poco más de diez pelones con la boca abierta. Su asombro creo que era más desorbitante por tener de frente a un muchacho descalzo, que les decía entre un lento castellano y rápido inglés que Dios le había mandado que fuera sin zapatos a la Sexta Avenida y hablara de su Palabra.
Entonces yo me pasé para el frente secreteándole a Ana, que vaya que no le dijo que llegara desnudo, y se me quedo viendo y vio a Ana y entonces dijo lo siguiente que transcribo para no entrar en malos entendidos:
-          Pues, si alguno de ustedes quisiera algo de dinero luego, pídanmelo, a mí me dieron una ofrenda y yo se las puedo dar a ustedes.
-          Ella quiere un helado –le dije yo, señalando a mi peor cómplice, que ya reía picara.
-          Yo se lo doy –dijo sin parecer orgulloso.
-          Yo también –le dije más con señas.
Entonces sacó, de nuevo de su bolsa del pantalón, otro billete y, sin verlo, lo puso en mi mano. Era de a veinte quetzales y el de Ana era de cinco.  Entonces reaccioné más incrédulo y bromista y le dije a Ana al oído que le pidiéramos más. Así nos juntamos con cien quetzales que el gringo loco (digamos así ahora), nos dio sin más. Nosotros hemos vivido en un hotel del Centro y no vemos mal que alguien generoso, que era lo que hasta ahora me parecía el gringo, nos diera un poco extra, aunque ya teníamos nuestra reserva antes del incidente.
El extranjero siguió hablando y en ocasiones tuve que traducir sus palabras, pues él, me dijo luego, cuando se emocionaba hablaba en ingles sin darse cuenta. Ok, le dije yo. Entonces me dio una como nostalgia extraña, pasé a recitar un poema (que en realidad es Isaías 35, de la versión Reina Valera), y luego le escurrí a mi cómplice que nos fuéramos antes que el gringo volviera en sí, pero en realidad no era del todo una broma, ya que una sensación de miedito ingenuo e infantil de que aquel muchacho estuviera realmente en transe con algo celestial. Pero al momento reaccioné y me di cuenta que el amigo ese, descalzo, con un suéter sencillo de lana parda, movimientos lentos y un poco de dislexia mental sobre su riqueza,  en realidad era uno de esos nuevos Pablos que tras el golpe fascinante de la gracia quieren dejarlo todo. Un francisco de Asís allí en plena calle rotunda de gente y ruido, pero lo siguió oyendo la gente aquella, fascinada de querer hacer algo similar, darlo todo y darlo con esa expresión ausente de quien parece mal de la cabeza, pero en realidad está muy bien del corazón.
Si lo ven, tengan compasión y no le fajen todo.

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